Unos días después me siento con la fuerza necesaria para poder escribir y transmitir lo que fue mi cuarta maratón. Diferente, como cada una de ellas, pero no menos especial.
Quizá haya sido la maratón menos preparada, tanto física como mentalmente. Hace ocho semanas no iba a participar. He estado todo el año y parte del anterior decidiendo si quería correr en Zaragoza o irme a Madrid, pero lo que de verdad me hacía ilusión era correr, de una vez por todas, la media maratón de Cambrils, y es a lo que dedique mi entrenamiento los primeros dos meses del año. Por eso en mi cabeza no estaba el maratón -todavía- y ni se le esperaba.
Pero algo cambió y una inscripción cayó en mis manos. Un colega, Fernando, me cedió la suya ya que no podía correr debido a una lesión (recupérate pronto, te debo un maratón) y por no perderla me apunté. Y entrené, sí, entrené, pero sin mucho orden. Menos kilómetros, aunque creo que suficientes. La verdad es que las sensaciones eran inmejorables. Había conseguido mi mejor marca en media maratón dos veces seguidas en los meses anteriores lo que quería decir que estaba en buena forma. Pero para correr un maratón debes tener la cabeza cien por cien dentro. Y la mía aún no estaba. Pero lo estuvo.
El martes anterior empecé a no encontrarme muy bien. Noté un cansancio extremo. Fueron tres días en los que veía que no podría correr. Algo me pasaba. No supe muy bien que fue, pero hasta el viernes no me encontré bien. Sigo pensando que cogí algún virus.
Llegó el domingo.
Roberto, que corría la carrera de diez kilómetros, me recogió y aparcamos cerca de la salida media hora antes. Suficiente. Realizamos en breve calentamiento y enseguida me metí en mi cajón. Llevaba el dorsal rojo (de 3 horas 30 minutos a 4 horas). Tenía dudas hasta de si la iba a acabar conque decidí ir con la libre desde la salida hasta al menos la media maratón y allí decidiría que hacer.
Se dio la salida puntual a las 8:29 desde la magnífica Plaza del Pilar. La música y el ambiente me hicieron meterme de lleno desde el inicio. Estaba tranquilo, confiado y dispuesto a disfrutar lo que mi cuerpo me dejara.
Los primeros metros son muy lentos. Un giro estrecho hacia la derecha hace que se genere un embotellamiento -deberían mejorar esto- y no se pueda correr.
Los primeros kilómetros pasan tranquilos. Tengo energía y me encuentro fenomenal. Pero, de repente, sobre el kilómetro siete, noto que algo no va bien. Aparece una molestia en uno de los dedos del pie derecho. Noto una rozadura que va aumentando poco a poco. Si esto sigue aumentando me tendré que parar —pensé. Durante unos minutos intenté mover el pie dentro de la zapatilla para liberar un poco la rozadura y, afortunadamente dejó de dolerme. Menos mal.
Con todo esto ya habíamos pasado el segundo avituallamiento en el kilómetro diez y la cosa iba perfecta. Seguía con la liebre dentro de un buen grupo y con un ritmo más que asequible de entre 5:30 y 5:40. En mi cabeza solo estaba aguantar con la liebre al menos hasta la media maratón, algo que me resultaría bastante fácil y luego ya vería. Pasamos el kilómetro 15 y nos acercamos a la media maratón.
La temperatura empezaba a subir pero no la notaba demasiado. Me hidraté fantásticamente durante toda la carrera lo que hizo que no notara apenas el calor. También ayudó que durante la segunda parte del recorrido había bastantes zonas de sombra.
Cruzamos la media maratón en 1h58min. Algo más de un minuto de adelanto. Íbamos muy bien. Mi próximo objetivo era aguantar hasta al menos el 31 que es donde empieza los más duro.
Seguimos en grupo y a un ritmo más o menos constante. La liebre, David, nos lleva en el tiempo adecuado. Yo me encontraba muy bien. Pasamos el kilómetro 26 en la zona de Echegaray y caballero e iba mucho más fuerte que el año pasado por ese punto. Correr en grupo te ayuda mucho. Vas arropado y ahorras energía. Eso lo estaba notando. Ya estaba visualizando el famoso muro que dicen que aparece el 30. Llegamos a ese punto y allí, en el avituallamiento, nos preparamos para lo más duro.
Otro gel y empezamos la zona de mayor desnivel. El maratón es una carrera diferente. Te encuentras estupendamente durante tres horas, sin ningún signo de cansancio y, de repente, te azota en todo tu ser y te manda a besar la lona sin remedio ni explicación alguna. Pues eso es lo que me pasó. Empezamos a subir la Avenida de San José y empecé a perder el grupo ligeramente. En esas circunstancias perder un grupo es firmar tu sentencia de muerte.
Sorprendentemente no intenté alcanzarla al principio. Sino que me mantuve a pocos metros. Al girar en Tenor Fleta volví a contactar, pero de nuevo giramos en el paseo de Cuéllar y empezamos la parte más dura. Una subida que a esas alturas de la carrera se hace durísima. Allí de nuevo perdí el grupo. No podía ir más deprisa, la energía no era la misma que antes y decidí no ir a por ellos. En este caso tiré de experiencia y preferí guardar algo para el final que caer en el intento de bajar de las cuatro horas que era, en ese momento, el ritmo que llevábamos.
Durante la interminable subida perdí definitivamente al grupo. Toca sufrir otra vez —pensé. Bajé el ritmo y llegamos a la zona del canal. Ese tramo de un par de kilómetros fue quizá el peor de toda la carrera. Lo pasé bastante mal. Notaba que no tenía energía para ir más deprisa y empecé a perder entre 40 y 50 segundos por kilómetro. No era buen momento. Mi cabeza me decía ferozmente que me parase allí mismo. Que acabara con esto. Pero en realidad un maratón se trata de vencerte a ti mismo. Se trata de no rendirse a la primera y de ver hasta donde puedes llegar (de una manera racional, somos amateurs, corremos por pasión). Se trata de visualizar el final y de adaptarse a cada circunstancia. Porque en un maratón pasan muchas cosas. Es una montaña rusa de emociones. Y hay que intentar disfrutarlas al máximo. Pero con cabeza.
Seguí en mi calvario particular. Pasé el kilómetro 37. A estas alturas ya prácticamente sabes que lo vas a conseguir, pero esos últimos cinco kilómetros pueden ser un infierno. Giré de nuevo en Tenor Fleta con un sol cayendo como piedras en mi cabeza. Allí estaban los bomberos esperándonos para refrescarnos. Pero de repente las piernas hicieron un amago de calambre y tuve que pararme casi en seco. Anduve unos metros, vi que todo iba bien y continué. Qué duro estaba siendo. La falta de entrenamiento específico me estaba pasando factura, pero ya veía la meta en mi cabeza. Incluso iba a hacer un buen tiempo para las circunstancias. Llegué al último avituallamiento en el kilómetro cuarenta. Pasé a unos cuantos cadáveres andantes. Algún otro corredor me pasaba también. Veía a gente andando y directamente parada. Esos últimos kilómetros se pueden convertir en una pesadilla. Tuve que para otra vez en la subida del puente de Cesáreo Alierta. Esa pequeña cuesta ya era mucho para mis cuádriceps. Retomé la marcha y ya crucé el cartel del último kilómetro.
Intente disfrutar del ambiente y de los ánimos. El gentío te da un subidón de adrenalina que te impulsa para no desfallecer. Se me ponen los pelos de punta. Encaré la última recta y ya estaba buscando a mi mujer y a mi hijo que siempre me esperan en ese último kilómetro. Y allí estaban. Ya veía la plaza del Pilar. Lo iba a hacer de nuevo. Empecé a llorar, pero no me caían lágrimas, no me quedaba ni una gota de agua en el cuerpo.
Ultimo giro y allí estaba. La meta. El preciado tesoro. Lo que tanto rato llevaba en mi cabeza. Por fin. Esta vez, a escasos metros, paré y decidí cruzar andando para disfrutar al máximo de ese momento. No podía más. Estaba verdaderamente cansado.
Un par de días después empecé a pensar en cual sería la siguiente. ¿Es normal? De momento lo que quiero es disfrutar esta. La siguiente ya se verá.
Quizá haya sido la maratón menos preparada, tanto física como mentalmente. Hace ocho semanas no iba a participar. He estado todo el año y parte del anterior decidiendo si quería correr en Zaragoza o irme a Madrid, pero lo que de verdad me hacía ilusión era correr, de una vez por todas, la media maratón de Cambrils, y es a lo que dedique mi entrenamiento los primeros dos meses del año. Por eso en mi cabeza no estaba el maratón -todavía- y ni se le esperaba.
Pero algo cambió y una inscripción cayó en mis manos. Un colega, Fernando, me cedió la suya ya que no podía correr debido a una lesión (recupérate pronto, te debo un maratón) y por no perderla me apunté. Y entrené, sí, entrené, pero sin mucho orden. Menos kilómetros, aunque creo que suficientes. La verdad es que las sensaciones eran inmejorables. Había conseguido mi mejor marca en media maratón dos veces seguidas en los meses anteriores lo que quería decir que estaba en buena forma. Pero para correr un maratón debes tener la cabeza cien por cien dentro. Y la mía aún no estaba. Pero lo estuvo.
El martes anterior empecé a no encontrarme muy bien. Noté un cansancio extremo. Fueron tres días en los que veía que no podría correr. Algo me pasaba. No supe muy bien que fue, pero hasta el viernes no me encontré bien. Sigo pensando que cogí algún virus.
Llegó el domingo.
Roberto, que corría la carrera de diez kilómetros, me recogió y aparcamos cerca de la salida media hora antes. Suficiente. Realizamos en breve calentamiento y enseguida me metí en mi cajón. Llevaba el dorsal rojo (de 3 horas 30 minutos a 4 horas). Tenía dudas hasta de si la iba a acabar conque decidí ir con la libre desde la salida hasta al menos la media maratón y allí decidiría que hacer.
Se dio la salida puntual a las 8:29 desde la magnífica Plaza del Pilar. La música y el ambiente me hicieron meterme de lleno desde el inicio. Estaba tranquilo, confiado y dispuesto a disfrutar lo que mi cuerpo me dejara.
Los primeros metros son muy lentos. Un giro estrecho hacia la derecha hace que se genere un embotellamiento -deberían mejorar esto- y no se pueda correr.
Los primeros kilómetros pasan tranquilos. Tengo energía y me encuentro fenomenal. Pero, de repente, sobre el kilómetro siete, noto que algo no va bien. Aparece una molestia en uno de los dedos del pie derecho. Noto una rozadura que va aumentando poco a poco. Si esto sigue aumentando me tendré que parar —pensé. Durante unos minutos intenté mover el pie dentro de la zapatilla para liberar un poco la rozadura y, afortunadamente dejó de dolerme. Menos mal.
Con todo esto ya habíamos pasado el segundo avituallamiento en el kilómetro diez y la cosa iba perfecta. Seguía con la liebre dentro de un buen grupo y con un ritmo más que asequible de entre 5:30 y 5:40. En mi cabeza solo estaba aguantar con la liebre al menos hasta la media maratón, algo que me resultaría bastante fácil y luego ya vería. Pasamos el kilómetro 15 y nos acercamos a la media maratón.
La temperatura empezaba a subir pero no la notaba demasiado. Me hidraté fantásticamente durante toda la carrera lo que hizo que no notara apenas el calor. También ayudó que durante la segunda parte del recorrido había bastantes zonas de sombra.
Cruzamos la media maratón en 1h58min. Algo más de un minuto de adelanto. Íbamos muy bien. Mi próximo objetivo era aguantar hasta al menos el 31 que es donde empieza los más duro.
Seguimos en grupo y a un ritmo más o menos constante. La liebre, David, nos lleva en el tiempo adecuado. Yo me encontraba muy bien. Pasamos el kilómetro 26 en la zona de Echegaray y caballero e iba mucho más fuerte que el año pasado por ese punto. Correr en grupo te ayuda mucho. Vas arropado y ahorras energía. Eso lo estaba notando. Ya estaba visualizando el famoso muro que dicen que aparece el 30. Llegamos a ese punto y allí, en el avituallamiento, nos preparamos para lo más duro.
Otro gel y empezamos la zona de mayor desnivel. El maratón es una carrera diferente. Te encuentras estupendamente durante tres horas, sin ningún signo de cansancio y, de repente, te azota en todo tu ser y te manda a besar la lona sin remedio ni explicación alguna. Pues eso es lo que me pasó. Empezamos a subir la Avenida de San José y empecé a perder el grupo ligeramente. En esas circunstancias perder un grupo es firmar tu sentencia de muerte.
Sorprendentemente no intenté alcanzarla al principio. Sino que me mantuve a pocos metros. Al girar en Tenor Fleta volví a contactar, pero de nuevo giramos en el paseo de Cuéllar y empezamos la parte más dura. Una subida que a esas alturas de la carrera se hace durísima. Allí de nuevo perdí el grupo. No podía ir más deprisa, la energía no era la misma que antes y decidí no ir a por ellos. En este caso tiré de experiencia y preferí guardar algo para el final que caer en el intento de bajar de las cuatro horas que era, en ese momento, el ritmo que llevábamos.
Durante la interminable subida perdí definitivamente al grupo. Toca sufrir otra vez —pensé. Bajé el ritmo y llegamos a la zona del canal. Ese tramo de un par de kilómetros fue quizá el peor de toda la carrera. Lo pasé bastante mal. Notaba que no tenía energía para ir más deprisa y empecé a perder entre 40 y 50 segundos por kilómetro. No era buen momento. Mi cabeza me decía ferozmente que me parase allí mismo. Que acabara con esto. Pero en realidad un maratón se trata de vencerte a ti mismo. Se trata de no rendirse a la primera y de ver hasta donde puedes llegar (de una manera racional, somos amateurs, corremos por pasión). Se trata de visualizar el final y de adaptarse a cada circunstancia. Porque en un maratón pasan muchas cosas. Es una montaña rusa de emociones. Y hay que intentar disfrutarlas al máximo. Pero con cabeza.
Seguí en mi calvario particular. Pasé el kilómetro 37. A estas alturas ya prácticamente sabes que lo vas a conseguir, pero esos últimos cinco kilómetros pueden ser un infierno. Giré de nuevo en Tenor Fleta con un sol cayendo como piedras en mi cabeza. Allí estaban los bomberos esperándonos para refrescarnos. Pero de repente las piernas hicieron un amago de calambre y tuve que pararme casi en seco. Anduve unos metros, vi que todo iba bien y continué. Qué duro estaba siendo. La falta de entrenamiento específico me estaba pasando factura, pero ya veía la meta en mi cabeza. Incluso iba a hacer un buen tiempo para las circunstancias. Llegué al último avituallamiento en el kilómetro cuarenta. Pasé a unos cuantos cadáveres andantes. Algún otro corredor me pasaba también. Veía a gente andando y directamente parada. Esos últimos kilómetros se pueden convertir en una pesadilla. Tuve que para otra vez en la subida del puente de Cesáreo Alierta. Esa pequeña cuesta ya era mucho para mis cuádriceps. Retomé la marcha y ya crucé el cartel del último kilómetro.
Intente disfrutar del ambiente y de los ánimos. El gentío te da un subidón de adrenalina que te impulsa para no desfallecer. Se me ponen los pelos de punta. Encaré la última recta y ya estaba buscando a mi mujer y a mi hijo que siempre me esperan en ese último kilómetro. Y allí estaban. Ya veía la plaza del Pilar. Lo iba a hacer de nuevo. Empecé a llorar, pero no me caían lágrimas, no me quedaba ni una gota de agua en el cuerpo.
Ultimo giro y allí estaba. La meta. El preciado tesoro. Lo que tanto rato llevaba en mi cabeza. Por fin. Esta vez, a escasos metros, paré y decidí cruzar andando para disfrutar al máximo de ese momento. No podía más. Estaba verdaderamente cansado.
Un par de días después empecé a pensar en cual sería la siguiente. ¿Es normal? De momento lo que quiero es disfrutar esta. La siguiente ya se verá.
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El Método Slow y 42 kilómetros